El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, Foto: EFE/Sáshenka Gutiérrez
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Con el presidente de México Andrés López Obrador no se ha llegado a un nuevo régimen político nacional. No hay nuevo régimen democrático ni autoritario, no se ha verificado ni una transición al autoritarismo ni a otro tipo de democracia. Tampoco se ha consolidado el régimen democrático ya existente. Hay lo que había: la continuación del deterioro de la democracia vigente. Tal ha sido el efecto político sistémico de un gobierno que ha empeorado y se ve más autoritario: más deterioro, sin sustitución propia del sistema de instituciones que definen al régimen. Es falso que se hayan hecho reformas de democratización –reformas ha habido, ninguna ha democratizado al régimen político, porque no se refieren realmente a ese ámbito (régimen) o porque no se mueven en ese sentido (democracia).
Echemos un vistazo a algunas de las deficiencias de los más relevantes.
El “Bonillazo”, nombre coloquial de un caso extraordinario: en la provincia de Baja California, un empresario político cercano a López Obrador (Jaime Bonilla) intenta que su gubernatura de 2 años, obtenida por elección, sea definitivamente transformada en una de 5, “ganando” 3 años sin proceso electoral –yendo contra el que lo hizo gobernador- y gracias a una extraña, tramposa y oscura decisión del Congreso local. La decisión final, ratificatoria o no, está en la Suprema Corte. Pero deterioro ya ocurrió y sólo podría “estabilizarse” o empeorar. No hay complicación conceptual ni se merecen eufemismos: lo de Bonilla es un robo; la Corte haría un daño enorme a la democracia si tolera que una mayoría legislativa cómplice decrete que el Ejecutivo en turno se extiende gratuitamente por 3 años más.
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Hablando de la Corte: en un año AMLO tuvo tres oportunidades de nominación; las tres se convirtieron en designaciones muy cuestionables: dos ministras y un ministro muy cercanos al presidente, ninguno jurista destacado ni experto en Derecho Constitucional. Los casos de las ministras son los más graves: una, Yazmín Esquivel, es esposa de un empresario amigo y colaborador del presidente; otra, Margarita Ríos-Farjat, era jefa de los servicios tributarios federales, es decir, empleada del presidente (fue parte de una terna que incluyó a la viceministra del Interior en funciones, lo que habla del proyecto obradorista). Nótese cómo López Obrador nomina más mujeres que hombres en un intento de contrarrestar la crítica por proponer personas sin independencia ni excelencia. Los tres nuevos ministros representan deterioro contra la división de poderes. En vez de reformar antipartidistamente y prodemocráticamente el artículo 95 constitucional, López Obrador hace lo que otros hicieron, con agravantes: tres veces en un año .
Otra designación que deteriora al régimen es la de la nueva presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Con ilegalidades, la mayoría del partido Morena en el Senado nombró a quien el presidente quería: Rosario Piedra, militante real de ese partido, por el que fue candidata a una diputación, entre otras cosas que la hacen una colaboradora de López Obrador y una mala noticia para la Comisión.
De modo más general o secundario o indirecto, el proceso de no consolidación democrática-deterioro democrático se expresa o apoya en otros datos: la pésima relación del presidente con la prensa, la enorme antidemocracia interna de Morena, la continuidad de la corrupción –AMLO insiste en reivindicar al corrupto Manuel Bartlett-, la falta de Estado de derecho y la conservación esencial de la devastadora “guerra contra las drogas”.
Los obradoristas apelan a dos elementos: “consultas populares” y reforma de revocación de mandato (por vía de consulta popular). Pero así como ni unas ni la otra son resultados de una nueva democracia, tampoco apuntan hacia un cambio democrático de régimen.
José Ramón López Rubí es politólogo
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